LA FORMA DEL AFECTO

Hasta el 15 de ocubre, en Parque de España, se puede visitar la muestra Un círculo que se abre. Camarada participa de esa exposición con su proyecto Archivo Amateur. La propuesta, en esta oportunidad, es la presentación del Fondo Walter Scheitlin: una docena de fotografías tempranas y una selección de objetos que dan cuenta de su espíritu archivista.

Las fotos y los objetos de Walter fueron la semilla para empezar a pensar Archivo Amateur. Me dieron ganas de contar esa historia.

La forma del afecto

I

Una caja de zapatos que no contiene calzado sino fotos antiguas y desorganizadas descansa en el tercer cajón de la cómoda o en el estante superior de un placard. En ese pequeño contenedor con paredes de cartón viven fotos sueltas: paisajes, eventos sociales, retratos de parientes y de absolutos desconocidos. Son ilustraciones móviles que se prestan a relatos libres y casi siempre desordenados. La historia se cuenta distinta en cada oportunidad al ritmo de imágenes que entran y salen de la caja. Diferente es el caso con un álbum de fotos, especie de novela gráfica de una familia donde la secuencia está pretederminada y la misma narración se actualiza cada vez que el álbum es visitado ─pequeñas variaciones de forma son aceptables, por supuesto─. Mientras la caja de zapatos da lugar a la contingencia, el álbum favorece una versión estable: dos modos posibles para la construcción de una crónica familiar.

A veces, el material que habita las cajas y los álbumes tiene fuerza para resonar por fuera de su propio ámbito, para desmarcarse del espacio doméstico y hacer un aporte a la memoria visual colectiva. Son fotos privadas que pueden trascender como documento de una historia en común. Esas cajas y esos álbumes ¿son archivos en potencia o son ya archivos en acto?

II

Walter Scheitlin era el padre de Paulina Scheitlin: un médico urólogo, fotógrafo amateur, estudiante de historia y, sobre todo, un loco del archivo. Escuché hablar de él por primera vez en la Escuela Musto, alguna tarde de taller cuando Paulina comentó que pensaba trabajar sobre el material heredado de su papá para la tesis final en Comunicación Social.

Tiempo después fui conociendo algunos detalles de la vida de Walter. Había nacido en Arias, provincia de Córdoba. Era descendiente de suizos e hijo de un productor agropecuario quien había sido presidente comunal por dos mandatos. Empezó a fotografiar a los dieciséis, ¡casi un niño! Con su mirada curiosa y una cámara de formato medio se animó a ensayar vistas del pueblo y postales del campo. Tenía intuición, aprendió rápido.

A los dieciocho Walter se mudó a Rosario para estudiar medicina. Compró otra cámara, una Isolette, y convirtió a la fotografía en su compañera de andanzas. Se volvió cronista de su propia vida. Trabajaba en blanco y negro; no revelaba sus películas ni hacía sus ampliaciones, sólo entró una vez a un cuarto oscuro, en el laboratorio del Politécnico. Delegar el procesado de sus imágenes no le importaba; le bastaba con estar a cargo de otra tarea fundamental, escribir en el reverso de cada foto, antes de colocarla en el álbum, una serie de datos minuciosos: qué es lo que se ve, fecha del evento, número de rollo y de fotograma. ¿Ayudamemorias o quizás notas pensadas para quienes vinieran después?

Una fotografía desprejuiciada siguió a los retratos tempranos de hermanas, tías y primas y al registro a lo Walker Evans de los trabajadores rurales de la empresa familiar. En un gran álbum de tapas celestes, los eventos patrios conviven con reuniones de amigos, con momentos históricos —el último viaje del tranvía en Rosario—, o con recuerdos de excursiones y autorretratos, ¡muchos autorretratos!

Su cámara no tenía retardador, ese botoncito mágico que habilita una demora antes de que se abra el obturador; tiempo suspendido en el cual el fotógrafo puede correr hasta el lugar elegido, posar y esperar el click. Sin retardador, se hacía necesario convocar a asistentes de ocasión.

—Oiga, usted señorita, ¿sería tan amable de sacarme una foto? 

—Pero, joven, tiene usted la mitad de su cara en la sombra.

—Sí, sí. Así la quiero.

Walter nunca participó de un fotoclub, el principal punto de encuentro, en aquella época, para los aficionados a la fotografía. ¿Cuál habrá sido el motivo? No es frecuente que una producción tan generosa y ordenada se haya desarrollado sin colegas interlocutores, al margen de una institución. 

Recibir la matrícula de médico puso al fotógrafo impetuoso en otra frecuencia. Profesión, matrimonio y cinco hijos calmaron su urgencia por salir a fotografiar. Pero el deseo de documentación permaneció intacto y encontró, poco más tarde, un nuevo formato: las diapositivas color. Veinticinco cajas prolijamente etiquetadas dan testimonio del registro fotográfico como una forma de vivir los viajes y de llevar la experiencia del turismo a casa. Paulina recuerda la fiesta familiar que se armaba cuando llegaban las diapos. La casa se transformaba: ventanas bajas, penumbra en el living; los adultos en los sillones, los niños en el piso. El espacio se agitaba con imágenes luminosas, con relatos esmerados, con carcajadas ante cada anécdota.

Las fotos de Walter son encantadoras, pero solo son una parte del asunto. Hay mucho más. Cuadernos y libretas con datos específicos, colecciones de boletos y entradas a espectáculos, recortes de distintas publicaciones. Apuntes personales que dan cuenta de un tiempo histórico. Supe de su vocación archivística desde que nací, dice Paulina; y me comparte el recuerdo de dos escenas. En una, su padre aparece completando tarjetas bibliográficas con la Remington; cada libro y cada revista tenían su propia ficha. En la otra, su padre lee el diario, temprano en la mañana, y releva secciones de política, ciencia y arte. Hay gente que lee con un lápiz listo para subrayar. Tijera en mano, Walter siempre buscaba la noticia interesante para recortar y pegar en su libreta.

III

Más de diez años después de la muerte de su papá, Paulina Scheitlin se encontró con un gran álbum de fotos en blanco y negro; treinta álbumes pequeños con impresiones a color; unos doscientos rollos revelados; dos mil quinientas diapositivas; veinte cuadernos; tres cámaras. También halló una cantidad de videos en VHS; todavía no pudo mirarlos —la imagen en movimiento activa la nostalgia con brutalidad.

¿Cuáles son las preguntas justas para hacerse ante un archivo? ¿Para qué sirve? ¿Por qué conservarlo? Hago una encuesta breve entre amigas. Una responde que los archivos deben resguardarse porque son memoria latente; nos permiten entender quiénes somos, y con eso, pensar lo que viene. Otra sostiene que a veces olvidar es saludable, incluso imprescindible. Una tercera me sacude con palabras inesperadas:  Un archivo es un misterio. Contiene datos ocultos. Aparentemente cada imagen solo es un puñado de elementos. Sin embargo, según la pericia, la búsqueda y el momento histórico de un observador, esos elementos pueden reconvertirse en datos asombrosos. Cuidemos los archivos, nunca se puede anticipar el día en que una imagen despliegue su suceso revelador.

Paulina pensó en el archivo que tenía en sus manos y en los archivos que tanta gente recibía sin saberlo. Pensó en las dudas de algunos —¿para qué guardar esto?— y en la seguridad con que otros, sin un atisbo de remordimiento, desechan álbumes enteros en un volquete. Hay gente que tira las fotos como si fuera basura y gente que las rescata como si fueran un tesoro. En las redes sociales, florecen los grupos que comparten sus hallazgos callejeros de copias y negativos.

Generalmente, los álbumes del siglo pasado se han construido con retratos de estudio y registros de eventos sociales, tomas realizadas por algún fotógrafo contratado para la ocasión. Solo muy de vez en cuando aparece en un archivo familiar el despliegue de una mirada de autor. Y este fue el caso de las fotos de Walter Scheitlin.

El afecto encuentra maneras curiosas de expresarse, muchas veces, inconscientes. Por años Paulina ha sostenido un ejercicio fotográfico liviano y divertido: se hace selfies en espejos. Una ventana, una vidriera, cualquier superficie reflectante es condición suficiente para que ella se fotografíe. Ve su imagen y la registra; no se puede resistir. Como Walter. Distinta tecnología, la misma pulsión. 

El cuidado del archivo es otra forma que toma el afecto. Esta vez, como decisión meditada. En situaciones emotivas, la cercanía de las amigas es presencia bienvenida. Gabriela Muzzio estuvo allí desde el primer momento; se ofreció para asistirla. Paulina aceptó encantada; sabía del amor de Gabriela por los archivos familiares, y confiaba en su experiencia en conservación. Juntas pensaron un plan de trabajo. En las tardes compartidas entre películas, fotos y libretas, imaginaron a otra gente en situación similar. Seguramente no eran las únicas que tenían entre manos un archivo delicioso, ni las únicas con ganas de que esas fotos pudieran ser apreciadas por personas ajenas al ámbito familiar o al círculo de las amistades. En las fotos de Walter latía el germen de algo mayor.

IV

Una mañana fría estallaron los mensajes de texto y los audios en el whatsapp de Camarada —nos encendemos cuando una intuición nos moviliza—. ¿No habría llegado el momento de atender esas cajas de zapatos repletas de fotos, dispersas por la ciudad? ¿No sería hora de pensar un espacio para compartir aquellos archivos valiosos que existen por fuera de las instituciones? Trabajamos intensamente y desafiamos a la pandemia a fuerza de entusiasmo. Después de fantasear a lo grande, aceptamos un formato posible, lo que se llama bajada a tierra. Era el otoño de 2020 y Archivo Amateur, una red de archivos fotográficos particulares, comenzaba a anunciarse. Walter Scheitlin sería el primer invitado. 

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La caja de zapatos como forma primaria de un archivo doméstico es una idea de Gabriela Muzzio.
El párrafo con la definición inesperada de archivo es de Cecilia Lenardón.
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